El gobierno de Mauricio Macri, irresoluto e incapaz para casi todo, se muestra sin embargo con un horizonte demasiado claro en cuanto al enemigo a vencer. Es prácticamente imposible encontrar dentro de la artillería de los tanques mediáticos del poder, la palabra “sindicato”, sin estar ella acompañada de términos como “corrupción”, “mafia”, “patota”, “extorsión”, etc. La demonización del sindicalismo peronista parece ser como esas modas que siempre vuelven, o que nunca se terminan de ir.
“Los gobiernos pasan, los sindicatos quedan”, consigna que explica una realidad que la corporación política pareciera ya no estar dispuesta a tolerar. Les resulta insostenible la idea de que nosotros los trabajadores, unidos como una familia, tengamos la fuerza necesaria para defendernos de la explotación y oponernos al saqueo de la Argentina.
No les molesta en lo más mínimo que un sindicalista sea “malo”, lo que realmente no pueden soportar es que un sindicalista sea fuerte. Jamás van a perdonarle a Perón “esa loca idea” de la dignidad y la justicia social que supo inculcar en el pueblo, y que a más de cuarenta años de su desaparición física aún no logran extirpar del inconsciente colectivo. Son dos cosmovisiones del mundo que colisionan, y que por diferentes motivos, ninguno de los que juegan un rol protagónico en este cambalache, quiere abrir la caja de pandora que significaría poner blanco sobre negro en esta historia.
Nos mienten cuando, condicionados por la corrección política, dicen querer sindicatos democráticos y modernos. Cargan en su genética los planos de nuestra derogación, una concepción profunda que añora la inexistencia decretada en el origen de su tan amada revolución francesa. Liberales por opción, su culto al individualismo les impide aceptar cualquier clase de agremiación, especialmente si esta genera que los pueblos tengan dignidad; o peor aún, que “alguno de esos negros” se haga llamar Secretario General, y tenga el poder de tener con ellos una discusión de igual a igual por el salario y/o por un proyecto de país.
Acá es donde nos remontamos en el tiempo hasta fines del siglo XVIII, cuando el abogado Isaac LE CHAPELIER, allá en “La Francia” y en plena revolución, promulga una ley que instaura la LIBERTAD DE EMPRESA y proscribe las asociaciones y corporaciones gremiales de todo tipo. O sea, hicieron una ley donde ellos se declaran libres y a nosotros delincuentes.
Viene al caso recordar que en aquellos sangrientos y materialistas días, junto a la persecución a los gremios, existió un programa de DESCRISTIANIZACIÓN llevado a cabo contra la iglesia católica y toda práctica religiosa cristiana. Queda claro así que no es casualidad, sino más bien parte de una doctrina, que el otro blanco preferido de las letrinas informativas del gobierno sea el Papa Francisco. No pueden ni quieren escapar de su matriz, odiar al cristianismo y a los trabajadores organizados está en su ADN.
¿Puede acaso entonces convivir la corporación política liberal con el sindicalismo? La respuesta es sí, de la misma manera que el lobo puede convivir con las ovejas.