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ANÁLISIS Y OPINIÓN

El país de Vandor

Por Luciano Chiconi – @mazorcablanca

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Las dos caras de los ’60: el obrero posmoderno tenía sus gustos políticos obturados por la proscripción pero cada fin de semana se daba su shock consumista por la peatonal Lavalle en familia o con amigos, restorán, cine, quizás se tiraba a una boite en Olivos para probar suerte con una “bacana”. Al revés de los obreros cuarentistas que bajaban de la ciudad de Buenos Aires al fango del balneario de Quilmes en Domingo en el río de Kordon, el obrero sesentista sube, asciende desde el sur hacia el resplandor del mercado cultural de la Capital Federal; a la modernización productiva parecía corresponderle el ocio renovado que vendía la década. Libros, teatro de revistas, música beat, revistas políticas, casino, Fellini, Bergman. El joven obrero urbano muerde de ese derrame que tiene bases más sólidas: el departamento de dos ambientes, el auto, el televisor, el mes en la costa o las sierras, la chance de abrir un comercio propio. El mito del chalet californiano del primer peronismo traducido a las condiciones de la movilidad social ascendente real y silvestre que imprimía la década del ’60.

Augusto Vandor fue a la vez partero y reflejo de esa transición que corrió al trabajador asalariado del concepto de descamisado y lo colocó como parte central de la clase media. Bajo la auditoría vandorista, Frondizi, Illia y Onganía gobernarían un peronismo social sin dueños ni clases, donde los empresarios que expandían la infraestructura capitalista debían pagar adecuadamente por la productividad. “Pagar la productividad” podría ser el lema de Vandor para el país económico de los ’60, y tiene un documento que lo certifica: después de la toma del frigorífico Lisandro de la Torre y la huelga metalúrgica del ’59, Vandor firmó con Frondizi el convenio colectivo 55/60 de la UOM que además de subir los salarios acordó reglamentar la discrecionalidad del accionar de las comisiones internas (que en tiempos de Perón se manejaba políticamente) y regular la sintonía fina del tiempo de descanso del trabajador en la empresa.

Se podría decir que ese convenio (repetido casi sin modificaciones en toda la década) fraguó el consenso desarrollista que el Estado, los factores de poder y la sociedad ambicionaban como “marca política” de la década. Si la proscripción significaba una ausencia físico-jurídica de Perón que no impedía que se convocaran elecciones y la sociedad fuese a votar –lo cual obligaba al peronismo a “hacer política” para no perder adhesión-, Vandor entendió que la supervivencia del peronismo se garantizaba con un bienestar de la vida cotidiana, puertas adentro, derivado de ese orden desarrollista y no tanto en la exhibición identitaria del bombo, la marchita o los hechos del 17 de octubre. La calificación técnica del obrero sesentista se había sofisticado al ritmo de la inversión privada directa que modificaba la infraestructura capitalista industrial, era un votante de clase media.

Los ’60: política y economía, asuntos separados

Vandor entra a la praxis sindical en 1950 como delegado de la Philips. Forma parte de una nueva camada sindical (Framini, Cabo, Paulino Niembro) que jubila a la vieja dirigencia del sindicalismo del Estado peronista (Espejo en la CGT, Salvo en la UOM), tipos que se estaban quemando ante las bases como emisarios del “partido del orden” que montaba Perón en esos años para regular la conflictividad social derivada del plan de estabilización de Gómez Morales. Vandor pensó el sindicalismo desde ese peronismo áspero, de escasez; esa tensión sorda entre las bases y la dirigencia marcaría dos aspectos: 1. los límites de poder del sindicalismo que había armado Perón “desde arriba” en el ’43 y 2. la necesidad de fundar un nuevo vínculo con el afiliado para legitimar a la nueva dirigencia.

Vandor es el primer dirigente que piensa al sindicalismo como un poder y un sistema en sí mismo. Más allá de su capacidad de lucha, el sindicato sirve si construye un poder corporativo capaz de pujar y pactar en la misma mesa de las otras corporaciones de la política argentina: es decir, el sindicalismo debía ampliar su política de resultados frente a los afiliados. Para Vandor, eso se lograría forjando un poder más autónomo dentro del peronismo, que no parasitara del poder del Estado –en ese momento, de Perón-. La caída del gobierno en el ’55 no hizo más que simplificar y confirmar la lectura de Vandor: el sindicalismo debía encarnar un poder que representara al peronismo realmente existente dentro de la nueva correlación de fuerzas que planteaba la proscripción.

En ese sentido, Vandor concibió que la etapa resistente debía jugarse a fondo como “inversión política” previa a ese poder: el reclamo combativo de las bases sindicales sirvió para que esa nueva dirigencia probara su destreza, autoridad y liderazgo en la cancha inclinada que planteaba Aramburu y galvanizara la lealtad de delegados y afiliados a los nuevos jefes sindicales con cierta autonomía respecto de Perón y el peronismo político.

Vandor ejecutó la resistencia (con cárcel y violencia incluida) pero pensaba en la normalización institucional de los sindicatos, piensa en el obrero que se va a desmovilizar si Perón no vuelve rápido, piensa en las ventajas del Estado para gestionar la inercia ascendente de la movilidad social que deja la década peronista, piensa en el mercado laboral más tecnificado que trae Frondizi. El país económico de los ’60 era la ambición desarrollista, la moda argentina de reflejarse en el espejo brasileño, la confluencia costumbrista –consumista- de la clase obrera y la clase media. La vigencia de Vandor frente a otros dirigentes sindicales que se apagaron cuando el obrero dejó la barricada y se fue a la casa, se explica bastante por el olfato que tuvo para intuir la adhesión silenciosa del peronismo social a la “calidad de vida” desarrollista, sea con radicales o militares en el gobierno.

La misión de Vandor fue maximizar las ventajas comparativas del régimen de salarios altos + productividad que la sociedad laboral había aceptado, y desde ese bienestar económico le dio sobrevida al propio peronismo: con Perón en el exilio y el peronismo político sin anclaje social por la proscripción, Vandor fue el único dirigente que le brindó cierta “materialidad peronista” a una sociedad que veía pasar de lejos la épica y las ideas de la lucha política, cada vez más influenciada por la globalización revolucionaria de los ´60.

La correspondencia Perón-Vandor

A la distancia, Perón esperaba y buscaba un resultado cualitativo de las acciones contra la proscripción: toda tendencia abstencionista o votoblanquista suponía –desprovista de cualquier ética de la responsabilidad- una acción homogénea del “pueblo”, una victoria en bloque de una sociedad absolutamente movilizada. En la cancha, Vandor estaba impregnado de cortoplacismo, de política urgente, de reacciones a las estrategias electorales de Frondizi e Illia que buscaban desgastar al peronismo. La disputa central eran las consecuencias políticas de las elecciones: para Perón, una chance de renovar cierta intransigencia frente al no-peronismo gobernante como activo futuro; para Vandor, un acostumbramiento cívico a la ausencia del peronismo en la sociedad. La obsesión de Vandor (“si la gente no ve tu boleta en el cuarto oscuro va y vota a otro”) tanto en la confrontación sindical como ante las elecciones, era disputar y contener los votos de los asalariados de clase media.

Toda la estrategia vandorista gira en esas dos velocidades: las seccionales de la UOM que Vandor mueve en las huelgas contra Frondizi y el plan de lucha contra Illia son las de Capital Federal, Vicente López, Morón, San Martín y Tres de Febrero. Avellaneda (conducida por la bestia Rosendo García) es la única que se ordena movilizar de la Tercera Sección Electoral. Para Vandor, estos conflictos sindicales fueron un recurso político clave para que el peronismo haga “gimnasia política” y dispute votos en el hábitat del nuevo obrero de clase media (y de la clase media en general); en el plano electoral, la obsesión de Vandor y del peronismo sindical eran los grandes centros urbanos, las áreas más desarrolladas y modernizadas: Capital Federal, el norte del GBA, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Mendoza. Según la filosofía vandorista, ahí estaba el mapa antropológico de un peronismo ganador y no en las provincias pobres del norte del país, más a merced del “clientelismo” de los partidos provinciales conservadores.

Es posible que Perón pensara que “esos votos” de todas maneras iban a venir al pie de su liderazgo cuando él volviera y que avalar esa sociología electoral era darle más poder a Vandor. Es posible que Vandor pensara que sus obreros aspiracionales estarían mejor representados por una nueva dirigencia distinta de los dirigentes peronistas que venían con “prontuario” desde la década del ’50. Es indudable que el eje de la disidencia Perón-Vandor es el no-lugar del peronismo político en la política de la proscripción. Es evidente que para Vandor su acción sindical no tenía una traducción política idónea en esa dirigencia partidaria a la hora de conservar la adhesión de la nueva clase media, y que sus distintas alianzas tácticas con el MID o con el partido militar fueron parte de la batería pragmática que desarrolló para sostener sus logros sindicales y a la vez posicionarse en la interna peronista, mientras Perón no estuviese en el país.

El sindicalismo del futuro

La acumulación política del vandorismo (el “golpear y negociar”) se condensó en un nuevo modelo sindical, organizado para funcionar con eficacia político-gremial sin ninguna dependencia del poder estatal. Con Vandor nació la corporación sindical, una de las patas del poder desarrollista de los ’60 –junto a empresarios y militares- que en el ‘76 trascendería a su creador como un sistema de poder autónomo fundamental para que una nueva dirigencia sindical (el acuerdo Las 62-Comisión de los 25) pudiera sostener la supervivencia del peronismo frente al embate represivo ilegal de la dictadura del Proceso (el famoso “repliegue” de la estructura militante ante el desbande de los diversos peronismos políticos) e iniciar la primera “oposición real” a Videla con la huelga del ’79.

Apoyado en la expansión productivista de los ’60, Vandor construyó una expansión reformista del sistema sindical orientada a cortar su cordón umbilical con el Estado. Al convenio colectivo 55/60 le incluyó una cláusula que fijaba un aporte anual de fondos que la confederación empresaria debía transferirle al sindicato. Ese formato de financiamiento se mantendría toda la década y le daría “estabilidad económica” a la plataforma de acción vandorista. Pero Vandor tampoco quería depender de sus acuerdos empresariales, y sobre la base de ese aporte construyó un “financiamiento interno” que concibió al sindicato como una agencia de servicios sociales.

Con el PJ en el llano, la identificación con la sociedad ya no pasaba por “la política” sino por el bienestar económico a secas: del estado de bienestar de los ’40 al sindicato de bienestar a partir de los ’60. Policlínicos, hoteles, clubes, cooperativas de servicios. Vandor armó un sistema de negocios rentables que proyectó la “función social” de la organización sindical moderna tal y como todavía existe en nuestros días. Ese largo proceso de construcción de poder del sindicalismo peronista quedaría coronado con la gran obra póstuma de Vandor: la ley 18610 que le daría el manejo de las obras sociales a los sindicatos a partir de 1970. Así quedaría labrada la idea que obsesionaba a Vandor desde los tiempos de la resistencia: desarrollar un sindicalismo de clase media acorde a una sociedad que se enfrentaría a nuevas ambiciones económicas y culturales, por lo menos hasta el eclipse del Rodrigazo.

La figura de Vandor quedó definitivamente “cancelada” cuando el país político de fines de los ’60 vio romperse la adhesión tácita de la clase media al partido militar por su escalada represiva a estudiantes y obreros urbanos. Se podría decir que Perón leyó el Cordobazo mejor que Vandor: los obreros mejor pagos del país querían un cambio político, no alcanzaba con ofrecer un orden económico (ya sin convocatorias electorales que lo oxigenaran) y el astuto lobo quedó pegado a un consenso que empezaba a morir. La figura brumosa de Vandor fue el reflejo de las paradojas y ambigüedades de la gran década de los ’60, la última década argentina que se vivió y se pensó a sí misma bajo las reglas del sueño tangible de la movilidad social ascendente.

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