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ANÁLISIS Y OPINIÓN

De Venezuela a La Plata: Trabajadoras migrantes y la fragilidad laboral

Cecilia, Paola, Carmela y Nohemy son venezolanas. Las une no solo la nacionalidad sino un dramático presente: migraron (escaparon) de su país natal y hoy residen en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, Argentina, junto a sus familias, y a pesar de contar cada con una profesión, la inserción al campo laboral es por demás cuesta arriba.

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Las cuatro mujeres forman parte del movimiento migratorio venezolano que se aceleró en los últimos años. Sus historias grafican los penares de cientos de miles de migrantes. Cada una de ellas llegó a lograr estabilidad, pero se trató de una estabilidad endeble se derrumbó en pocos años, y que ahora ven con extrema dificultad poder recuperarla.

Según datos oficiales, en Argentina a marzo de este año, residen más de 179.200 venezolanos y venezolanas. El número creció de manera exponencial en los últimos años: en 2016 se registraron 12.859 radicaciones; en 2017, 31,167; y en 2018, 70.531, de acuerdo a reportes de la Dirección Nacional de Migraciones, dependiente del Ministerio de Interior,

Cecilia tiene 40 años. Estudió abogacía, accedió a su título universitario y actualmente convive con su marido y sus dos hijas. Llegaron a La Plata hace tres años. En su experiencia laboral, accedió a cuatro trabajos: todos de manera informal, con salarios muy por debajo de los que por convenio colectivo de trabajo de la actividad correspondían.

Siendo una familia oriunda de Barcelona – Venezuela, eligió como muchos compatriotas la provincia de Buenos Aires para reiniciar sus vidas escapando de una situación que ahogó a miles de familias. “Siento una vulneración constante, por ser mujer migrante con altas necesidades de poder sostener una familia. En todos los trabajos me hicieron sentir que me hacen un favor en darme ese empleo”, señala.

En pandemia la situación empeoró. No contó con cobertura social ni servicio de salud, y resultó víctima de muchas promesas de su empleador, que nunca le cumplió. Tampoco pudo cobrar los programas de ayuda económica que emitió el gobierno nacional, por estar contratada “en negro”, como se dice en la jerga gremial. La fragilidad era total.

Cecilia es abogada con posgrado, y hoy ve cómo se desmoronó un gran proyecto de vida. Tiene la esperanza de reconstruirlo en otra tierra con su familia, pero siente por momentos “que no se va a dar”. “Siento una angustia constante, en cada entrevista hay una situación límite, muchas rozan el acoso, saben de las necesidades que estamos viviendo”, lamenta.

Ese acoso que vive constantemente Cecilia, es el que vivieron también Carmela, Paola y Nohemy. Ellas, en cada entrevista laboral, padecieron las mismas experiencias. La sobreestimación de su formación profesional, las practicas abusivas en la contratación y hasta situaciones fraudulentas. La fragilidad es una constante. Las cuatro perdieron sus empleos al poco tiempo de comenzar el confinamiento y ninguna contó con protección social.

Paola estudió Administración de Empresas, tiene 2 hijos y su marido todavía no encontró empleo. En su primera experiencia, la hacían trabajar 12 horas diarias. Sufrió acoso laboral y físico. “Conociendo mi situación familiar, mi patrón me llevó a una situación límite, donde no tuve otra herramienta que la de renunciar, me sentí una porquería, ese día me quise volver a Maracaibo”, cuenta con profunda desazón.

Con un promedio de tres años cada una en Argentina y varios empleos, todos al público, ninguna fue relevada en inspecciones laborales ni sindicales. Un dato que refleja otra problemática y la relajación de los organismos de control en materia laboral.

Nohemy, en su caso, trabaja en el sector de la salud. Está integrada a equipos vinculados a laboratorios y con ofertas muy concretas siempre. “En todas los equipos de trabajo que tuve, siempre tuve la contratación fue precaria, por mi condición de inmigrante, siempre tuve esa sensación de estar en desventaja”, relata.

Ella vino solo con un hijo que ya comenzó la universidad. Eligió la capital provincial bonaerense exclusivamente por su oferta académica. “Me duele todo los días vivir esta situación lejos de mi familia, pero en los ojos de mi hijo veo el futuro de este sacrificio”, afirma.

En cada testimonio, cada historia de vida, y en cada penar, se encuentra una ausencia. Un abandono a este sector de la fuerza laboral. Si uno repasa las acciones gubernamentales, hoy en Argentina no hay campañas de contrataciones equitativas ni de concientización social ni de controles reales sobre las empresas, que ven una ventaja en esta situación y no una problemática.

De todos los despidos que sufrieron ellas, no tuvieron indemnizaciones. Carmela, de 45 años, intentó reclamarlo, y sufrió amenazas en su casa. “Te vas a volver a Venezuela en días si me jodés”. Ella vive sola con sus dos hijas. “Me sentí sola, frágil, y que nadie me apoyaba. Cuando llamó al Ministerio de Trabajo, me dijeron que vaya a ver un abogado”. Quedó desamparada y sin respaldo legal, ante la falta en la Ciudad de La Plata de un Centro de recursos para Trabajadores Migrantes (CRM), una instancia que impulsa y propone la Organización Internacional de Trabajo (OIT), pero que en la capital provincial no existe.

Todas las mujeres entrevistadas tienen miedo de una foto, de criticar la tierra que las cobijó. Se sienten integradas en muchos aspectos, pero la inclusión de migrantes venezolanas al ámbito trabajo es una materia pendiente hoy en esta tierra.

Juan Manuel Morena, director de Mundo Gremial.

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